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Son válidas las críticas de que los estudiantes colombianos se comparen con los de la misma edad de países desarrollados, pero alguien debe medir la evolución de la secundaria
Son contadas las profesiones u oficios que poco o nada han cambiado con la llegada de la llegada de la cuarta revolución industrial, encarnada en la inteligencia artificial y el internet de las cosas, una de ellas es la de ser profesor o maestro. Si se trajera a un médico o a un ingeniero del siglo XIX a pleno 2020, y se le pusiera a desarrollar las mismas actividades que hacía en su tiempo pero con las condiciones actuales, seguramente no podría hacerlas, fallarían en el intento de hacer lo mismo de la misma manera de hace 100, 50 no incluso 25 años; ahora hay más información, se hacen más cosas en menos tiempo y prácticamente todo ha cambiado. Pero en el caso de maestros o profesores, éstos siguen pegados al mismo formato de impartir clases orales a unos estudiantes que deben escuchar y tomar nota con atención para ser evaluados. La tradición oral sigue siendo la espina dorsal de la educación en Colombia, una herencia que se trasmite de generación en generación sin haber disrupciones que lleven a mejorar la calidad de la educación con las herramientas actuales.
Dar clase es una actividad idéntica que no ha cambiado mucho en los colegios y las universidades; sólo algunos profesores proactivos han logrado echar mano a las “viejas ayudas audiovisuales” para mejorar el proceso; algunos ya ni hablan y solo se limitan a recomendar vídeos en YouTube y series en Netflix para ahorrarse la escritura en el tradicional tablero de tiza o marcador borrable por llamativas presentaciones en Prezi o PowerPoint, utilizando fotos, vídeos, podcast y toda clase de posibilidades alojadas en internet. La esencia sigue siendo la misma de orador-audiencia o de emisor-receptor sin que el formato cambie para garantizar mejores aprendizaje en los alumnos. La muestra es que los jóvenes de 15 años colombianos se siguen rajando en las pruebas Pisa que se hace cada dos años en las áreas de matemáticas, lectura y ciencias. El mayor problema es que los profesores quieren matar al mensajero descalificando las pruebas Pisa de la Ocde porque a su modo de ver es una forma injusta de comparar estudiantes de países como Singapur, Suiza o Finlandia con colombianos, mexicanos o chilenos, teniendo cada uno niveles de desarrollo y de apropiación tecnológica distinta. Son válidas las críticas, pues los jóvenes de 15 años colombianos aún no tienen una hoja de ruta trazada por el Ministerio de Educación sobre un nuevo concepto educativo.
Los profesores siguen evitando ser calificados y el método educativo aún está capturado por facultades reaccionarias enfrentadas a los gobiernos de turno. Ni las familias, las empresas y los gobiernos se han preguntado quién está educando a sus hijos; mucho menos existe una preocupación profunda por la calidad de los contenidos impartidos en los colegios y universidades. Por lo único que verdaderamente se preocupan las familias es porque los jóvenes dominen un segundo idioma (objetivo logrado), relegando la importancia de las matemáticas, de la lectura crítica y el desarrollo científico en ciencias como la química o la física. Colombia no ha diagnosticado la calidad de los colegios y universidades, dejando que estas instituciones se defiendan a través de simplones rankings valorativos. Ese debería ser un compromiso de los profesores: hacer una hoja de ruta para convertir a Colombia como un epicentro de calidad educativa.
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