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El monumento a la desidia es ver cómo el ciclo de lluvias llega a todo el país por sorpresa en medio de racionamientos de agua y de altos precios del kilovatio hora de las generadoras
Por estos días de intensas lluvias en todos los 1.103 municipios de Colombia, los alcaldes andan disfrazados de bomberos, con cascos, chaquetas y botas, haciendo presencia en las zonas de riesgo para volver a poner paños de agua sobre tragedias anunciadas; la escena se ha repetido durante muchas décadas, los alcaldes y gobernadores bomberos que llegan a apagar incendios que han sido incapaces de prevenir.
Cómo explicar que hay lugares como la capital del país que experimenta racionamientos de agua en medio de torrenciales lluvias, con la inocente mentira de que en las zonas en donde están los embalses de los acueductos no ha llovido, y lo que es peor, que las empresas generadoras de energía sigan llevando el precio del kilovatio por hora por encima de los $1.000 para que las comercializadoras le pasen una costosa factura de energía a los usuarios, sin que las autoridades energéticas puedan intervenir ese enriquecimiento a dos manos, no es sino mirar los resultados de las factorías que “muelen agua”, una de las actividades más rentables de un país en donde la materia prima abunda la mayor parte del año.
Es una tragedia nacional que el desarrollo, la cultura o el avance social no haya conseguido rentabilizar los aguaceros; que todavía no existan distritos de riego en las regiones agrícolas o ganaderas y que las empresas y las familias no tengan un plan de conservación o manejo de aguas; es más, es uno de los sectores que más institucionalidad tiene: hay corporaciones autónomas regionales que son autoridades en los caudales, riberas; hay secretarías de ambiente que poco o nada hacen; hay ministerios de Ambiente y de Vivienda que se dividen el manejo del agua, un recurso que en Colombia no es escaso, que es bien renovable; además de cientos de fundaciones, ONG y otras oficinas públicas y privadas dedicadas a hablar del agua.
No se necesitan agencias, direcciones o superintendencias del agua, lo que es prioritario es que la institucionalidad existente trabaje con conocimiento y a mediano plazo para que en cada época de lluvias no se repita la escena de los alcaldes, gobernadores, ministros o presidentes vestidos de bomberos apagando y tragedias causadas por exceso o ausencia de agua.
La situación que experimenta Colombia, de diversas tragedias causadas por el invierno, es una sumatoria de asuntos crónicos que se vienen cocinando de tiempo atrás, el fracaso de los llamados -eufemísticamente- Planes de Ordenamiento Territorial, en los que los municipios plasman su futuro, pero que en realidad son instrumentos capturados por constructores inescrupulosos y funcionarios corruptos para enriquecerse con licencias sin responsabilidad alguna.
A esto se suman las consultas previas, las licencias ambientales y movidas en las comunidades que se corrompen a su manera para oponerse al bien común, también por dinero o intereses políticos. La paradoja colombiana es esa, la que habla de su verdadero subdesarrollo, racionamientos de agua en medio de lluvias y kilovatio hora a $1.000 en abundantes aguaceros.
La solución tiene que ver con el gobierno central, con el Departamento Nacional de Planeación, que haga su papel constitucional de planear el país a largo plazo, y dentro de esa hoja de ruta, el agua es más que trascendental para el futuro y reorganización de un país que creció a la ladera de los ríos y en medio de las lluvias.
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