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El paro de mayo pasará a engrosar la lista de malos efemérides de la capital Caucana en donde los bloqueos y la escasez la empujan al caos y la anarquía, pero peor, al olvido
La capital del departamento del Cauca es una ciudad de unos 300.000 habitantes inflada por un crecimiento desordenado derivado de la bonanza cocalera de su costa sobre el mar Pacífico, con el cual no tiene una conexión carreteable o una vía “oficial”. Es una región censada en más de un millón de habitantes distribuidos en 42 municipios solo articulados por la carretera Panamericana que convierte al departamento en un lugar de paso al Ecuador. Su aporte al PIB nacional ronda 2% concentrado en los pueblos del norte que son más caleños que caucanos, mientras al oriente sucede lo mismo, pero con el Huila; al sur es igual, más Nariño que Cauca y en la costa más Buenaventura que Popayán. El desempleo y la pobreza siempre han estado entre los más altos del país; todo un caldo de cultivo para que prosperen guerrillas, narcotraficantes, grupos delincuenciales o la penosa mezcla de todos con todos. Es el segundo departamento con más carreteras terciarias que gozan del olvido del Gobierno Central; cuando se superponen los mapas de vías en mal estado, con uno satelital de cultivos ilícitos, los dos cazan perfectamente. De las 2,9 millones de hectáreas que tiene de superficie, 1,3 millones son resguardos, a la luz del Observatorio de Tierras Rurales de la Agencia Nacional de Tierras, que benefician a unos 300.000 indígenas, quienes gozan de autonomía, normas propias y una economía artesanal, lejos de ser productiva o competitiva bajo los filtros mínimos de una economía de mercado.
Mayo ha sido una suerte de “mes horrible” para los habitantes del Cauca: su tradicional desempleo de 13,7% registrado en el primer trimestre, se ha visto disparado; la inflación de la capital que llegó a 2,74% en abril será superada en el quinto mes del año y el PIB de Popayán, de unos $4,87 billones, retrocederá un lustro a los ojos de los analistas fruto de haber juntado una externalidad, como fue la pandemia, con los actos deliberados de violencia del paro nacional. Los orgullosos pobladores de la vieja ciudad blanca fundada un día de enero de 1537, han tenido que pagar por un galón de gasolina, $50.000; por un kilo de carne, $25.000; un huevo, $500, y un simple plátano, $2.000. El asunto no tiene que ver con una explicación distinta al olvido estatal de la región en donde las protestas son tan tradicionales como las procesiones y en la que las guerrillas han hecho su territorio su casa desde hace décadas.
La única manera de rehacer el Cauca es entendiendo sus dinámicas sociales, culturales y económicas, además de su verdadera división política. Pocas regiones colombianas son tan diversas, heterogéneas, pobres y sin esperanza con ella, pero a su vez, tan llenas de oportunidades por su estratégica posición geográfica, que hoy por hoy solo es aprovechada por los grupos delincuenciales, no por los gobiernos ni mucho menos por el sector productivo, como debería suceder. Un caucano de los pueblos aledaños dormitorios de Cali, como Quilichao, Puerto Tejada, Corinto o Villa Rica, es tan distinto a otro caucano de Totoró, Silvia o Jambaló, como un barranquillero lo es a un boyacense o un antioqueño a un bogotano. El Cauca y su idiosincrasia necesitan una receta distinta desde Bogotá, que supere el conflicto de tierras con las desgastadas “mingas”, pero la solución no debe ser impuesta, debe llegar desde la región. Sino, el Cauca seguirá siendo el Cauca.
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