Durante los primeros 100 días de gobierno del alcalde de Bogotá, Carlos Fernando Galán, le ha correspondido apagar incendios, torear un racionamiento de agua y aumentar hasta el sábado los días de restricciones de tránsito automotor.
Es como si todo se hubiese configurado para que nada funcione, justo en un momento en que el Gobierno Nacional se ha empecinado en reformas estructurales traumáticas que no dejan crecer la economía y generan un manto de incertidumbre en los frentes de la salud, las pensiones y las mismas jornadas laborales. A vuelo de pájaro, no hay mucho espacio para generar desarrollo ni crecimiento en todo el país, que a propósito está capturado por la delincuencia común y la organizada.
Se percibe desazón general y un pesimismo que crece cada día ante la ausencia en la ejecución presupuestal, de liderazgo y de una oposición fuerte que haga respetar una institucionalidad de vieja data. Es absolutamente inadmisible que los habitantes de Bogotá, o cualquier otra ciudad o población de Colombia, tengan que aceptar en silencio racionamientos de agua o de energía, pues el país es uno de los más privilegiados con ríos, páramos, mares y lluviosidad, una cantidad de recursos hídricos que no se saben aprovechar, que tal riqueza siempre se ha señalado como problema y no como oportunidad de desarrollo.
Hace décadas no se construyen grandes embalses que nutran a las poblaciones de agua para acueductos o activen sistemas de riego para la producción agroindustrial; es un país castigado por una dirigencia política que perdió la capacidad de construir grandes obras, y que las pocas que se aprueban, siempre están bajo el escándalo de la corrupción. Lo más triste de toda esta situación es que nada pasa, que los pocos colombianos que pagan impuestos lo siguen haciendo sin preguntar para dónde se han ido las obras que bloqueen racionamientos de agua y electricidad o en dónde están las autopistas, túneles y nuevas calles que permitan erradicar los llamados pico y placa.
Especialmente los habitantes de Bogotá se han acostumbrado a pagar costosos impuestos prediales para mejorar una calidad de vida cada vez más deteriorada, sin bienestar, que está expulsando a sus habitantes hacia otras ciudades o pueblos dormitorios que funcionen mejor, y a los más jóvenes, a buscar nuevos horizontes y mejores oportunidades en el exterior.
No es normal que cualquiera que sea el alcalde de turno simplemente prohíba usar los vehículos particulares porque sus antecesores han sido incapaces de solucionar el problema de infraestructura de la ciudad, y menos aún, que adelante un racionamiento de agua porque las autoridades nacionales y locales no han hecho las obras necesarias para embalsar la abundante agua en tiempos de lluvias para usarlas adecuadamente en tiempos de sequía.
Es casi bíblico: tiempos de vacas gordas y vacas flacas, la añeja lección de planear, hacer progresar lo público en función de la calidad de vida, pero en Bogotá y en toda Colombia sus habitantes normalizan cosas que no son normales en un país que está pagando impuestos, que tiene libre mercado, instituciones y una sociedad vibrante. El país necesita nuevos liderazgos comprometidos con la construcción de soluciones estructurales a problemas que generan más pobreza.