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La última vez que asistí al estadio, fue un clásico entre dos reconocidos equipos del fútbol profesional colombiano, del que tuve que sacar mis hijos 10 minutos antes que finalizara, ante los connatos de disturbios en las tribunas, que con seguridad se extenderían a las afueras de la cancha. Como yo, miles de padres asistíamos desilusionados a la posibilidad de nunca más poder ir al fútbol como en otrora, en familia.
Este es el sentimiento de miles de colombianos, ante los lamentables hechos que vimos una vez más, en la final de la Copa Colombia en Cali y que por la falta de decisión de todos los intervinientes en el fútbol, ha sido tomado y cooptado por vándalos. Genera indignación ver las mismas prácticas delincuenciales de la protesta social violenta y su Primera Línea, atacando a la policía con un cohete artesanal desde una tribuna.
Los esfuerzos por prevenir la violencia han sido dispersos y no concertan a las partes. Por una parte el decreto 1717 de 2010, que dispone la adopción del Protocolo de Seguridad, Comodidad y Convivencia en el Fútbol, donde se deja la responsabilidad de la seguridad en la Policía, cuando su intervención es apenas potestativa y complementaria, en eventos que si bien son abiertos al público, demandarían la prestación de un servicio para una entidad privada con ánimo de lucro (clubes), por el que hay un beneficio económico, desatendiendo el deber de mantener la seguridad de una ciudad, que es de obligatorio y de permanente cumplimiento. Así lo ratificó la Corte en la Sentencia C-128 de 2018.
Cada partido tipo A, demanda entre 500 y 700 policías, durante dos y tres encuentros de liga y copa por semana, situación que se replica simultáneamente en 18 capitales, pues se extiende a 36 equipos profesionales de categorías A y B. Esto sin contar el costo logístico para sostener un servicio de Policía durante siete horas, incluyendo uno preliminar que conlleva la instalación de filtros, envallado, registros, revisión antiexplosivos, etc.
Por otra parte, algunos clubes que pese a los importantes ingresos que reciben de la industria del fútbol, no asumen la obligación de contratar personal de logística y vigilancia privada suficiente para cumplir esta actividad, argumentando incremento de costos y el desbordado comportamiento violento de algunos hinchas. El artículo 13 de la Ley 1445 de 2011 señala la responsabilidad compartida entre equipos y autoridades.
Finalmente los barristas, que representados en sus líderes en las reuniones del comité, no asumen ninguna obligación legal, pues no tienen responsabilidad penal sobre los comportamiento de los integrantes de la barra, su asistencia es financiada por los mismos clubes y además cargan con la presión de grupos delincuenciales desde los barrios.
Como lo señalé en mi columna del 20 de abril de 2023 “Los Hooligans criollos”, la respuesta pasa por una robusta arquitectura jurídica logística de organización que de una vez por todas, invierta en un sistema de tecnología, escáneres e identificación biométrica con silletería numerada incluso para las barras, que facilite el control y la individualización. Es pura disuasión: o me someto a los controles o no voy al estadio, sencillo. A la larga es una inversión menos onerosa que el pago costo hora hombre de logística, seguridad privada y Policía. No es solo la seguridad, es garantizar la prevención de una tragedia, adecuando nuestros estadios a la realidad del comportamiento en el fútbol.
Adicionalmente, se debe ejecutar lo establecido en la Ley 1270 de 2009, creando un gran Plan Nacional contra la Violencia en el fútbol, que conlleve a ampliar la siempre respuesta desgastada de seguridad, a la acción preventiva y de pedagogía, de comprender una serie de símbolos, prácticas sociales y territorios alrededor del fútbol, como un fenómeno cultural que demanda educación desde localidades y comunas, sin descuidar claro está, la sanción y la aplicación de la ley. Unos pocos no pueden poner en riesgo la convivencia de muchos, ni arrebatar el derecho de ir a los estadios en familia, como en antaño.