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Tener elecciones regulares, libres, y justas, es un pilar fundamental de la democracia. Pero la democracia no se agota en las elecciones. De hecho, desde el fin de la Guerra Fría han aumentado los regímenes dictatoriales con elecciones regulares y multipartidistas, al punto que algunos sugieren que esta es la forma más común de gobierno no democrático en la actualidad. Los “autoritarismos electorales” podrán tener elecciones, pero violan estándares mínimos de libertades y derechos reiterada y sistemáticamente.
Aunque Colombia no se ubique en ese extremo, sí me atrevo a sugerir la hipótesis de que algunos sectores políticos privilegian una visión recortada de la democracia, y por lo tanto incompleta y falsa. En esta visión, las elecciones y el poder obtenido en las urnas cobran un papel preponderante, y se ponen por encima de otros ingredientes de la democracia que son al menos tan importantes.
Un síntoma de esta postura es la actitud reciente del Presidente Duque y su Ministro de Defensa. Uno esperaría que el gobierno de “el que la hace la paga” respetara y cumpliera las decisiones de la justicia con rapidez, decisión, y contundencia. Le gusten o no. Sean debatibles o no (para lo cual, por fortuna, la propia justicia prevé algunos caminos).
El respeto hacia la rama judicial, en la comprensión completa de una democracia, es fundamental. No por ser elegido democráticamente para ocupar el cargo más importante del país puede el presidente (o sus ministros) ignorar a los jueces. Al contrario, debe dar ejemplo, mostrando el funcionamiento armonioso y coordinado de las distintas ramas del poder público, y acogiéndose a esos contrapesos de poder.
Pero no. La primera señal la envió el Presidente Duque cuando se pronunció oficialmente a favor del expresidente Uribe en el caso que enfrentaba en la Corte Suprema por manipulación de testigos (ahora en manos la Fiscalía). Pero la burla más seria y reciente a la justicia la protagonizó el Ministro de Defensa, Carlos H. Trujillo, negándose a cumplir con claridad la orden de la Corte de pedir perdón por las actuaciones de la fuerza pública de fines del año pasado.
Prefirió remitir a los interesados a un perdón “comodín”, que según él sirve desde siempre y hasta nunca jamás. Encima, aquel perdón era sobre el asesinato de Javier Ordóñez y actuaciones de la policía en las protestas posteriores. Aunque hasta para eso se quedaba muy corto, a Trujillo le parece que no solo no tiene fecha de expiración, sino que sirve retrospectivamente.
Este episodio, además, conecta directamente con la noción recortada de democracia. En esa noción de “electocracia”, los ciudadanos votamos el día de elecciones y hacemos poco más después. En una visión más amplia, en cambio, se entiende que los ciudadanos no solo tenemos el derecho, sino inclusive el deber, de ser sujetos políticos activos por fuera de las contiendas electorales.
Eso implica acudir a las herramientas que nos da la ley, y a los derechos que nos garantiza la Constitución, para hacer escuchar nuestras demandas. Entre las primeras, están las acciones judiciales para que nuestros representantes cumplan las normas. Entre los segundos, está la defensa y protección de la protesta pacífica, que desde Presidencia mandan a hacerlas en un estadio bajo tierra.
Con acciones ciudadanas recientes frente a instancias judiciales (como, precisamente, la que provocó la orden a Trujillo, o la demanda al Estatuto Tributario), se oyen voces que lamentan una supuesta “dictadura de los jueces”. Los defensores de la electocracia, y esta frase la he oído de varios en los últimos meses, complementan: “quieren lograr en los juzgados lo que no han logrado con los votos”.
Como si el poder del ejecutivo, o del legislativo, fuese irrestricto. Como si exigir el cumplimiento de la Constitución no fortaleciera, en lugar de debilitar como implican los electócratas, a la democracia. Es al contrario: en su visión más extrema, la electocracia conduce directamente al autoritarismo.
La fijación con las elecciones no nos debería sorprender. Menos aún en cabeza de Trujillo. Desde ya, el Centro Democrático se prepara para las presidenciales que vienen, y como varios han indicado parece apostarle a la fórmula de agrandar al enemigo (el vándalo o guerrillero que está detrás de cada manifestante) para construir su popularidad. Estigmatizar a los protestantes preocupa poco a los defensores de la electocracia, y en el propósito de conservar el poder, el Gobierno parece dispuesto a pagar ese precio.
No olvidemos que esta fórmula ya funcionó. La expresión más elevada de la electocracia la bautizó el expresidente Uribe como “el Estado de Opinión”. Y esta fórmula no solo sirvió para ganar elecciones, sino para que (al menos en las urnas) los colombianos perdonaran varios golpes a la democracia en su concepción más completa.
Quizás por esto el Gobierno parece asemejarse cada vez más a su partido, hasta en las formas. Así como el Centro Democrático no es de centro y tiene una visión recortada de la democracia, el Gobierno que proponía evitar la polarización ahora la atiza, el que no iba a hacer fracking lo impulsa, y el que dice defender a las instituciones ahora las debilita.